Diseño de héroe Rey Mono Wukong
Todos los guerreros Wu Lin conocen la historia del Rey Mono Wukong, un héroe legendario. Varios eones atrás, Sun Wukong servía en el reino del Cielo como guardián de los melocotones celestiales, una fruta mágica que concedía la inmortalidad. En un ataque de rebeldía contra sus señores celestiales, se comió los melocotones para convertirse en inmortal, pero no se detuvo ahí. El Rey Mono consideraba que el poder del Cielo no podía estar reservado solo para aquellos que vivían por encima de los demás. Así que escapó llevándose consigo los melocotones de la inmortalidad.
Tras caer en el bosque que antaño había sido su hogar, Wukong entregó los melocotones a sus compañeros monos. Pero antes de que pudieran comérselos aparecieron las hordas de guardianes celestiales. Aunque consiguió derrotarlas, Wukong acabó atrapado bajo una montaña. Siglos después, un monje lo liberó y le encomendó una importante misión: viajar a Heathmoor para enfrentarse al malévolo espíritu de hueso blanco. Esa criatura monstruosa ha atrapado a los guerreros pobres en su retorcido juego de los horrores, y el Rey Mono Wukong es el único que puede acabar con su reinado de terror.
La historia del Rey Mono
Parte I.
Hacía un día precioso. El sol brillaba con fuerza sobre los frondosos bosques y alguna nube ocasional proyectaba sombras sobre el paisaje oriental. Las ramas cubiertas de hojas danzaban al viento, rozándose entre sí en una suave melodía que evocaba el fluir constante del lejano río. Los insectos zumbaban y los animales del bosque cantaban mientras se preparaban para la llegada del crepúsculo. Ninguno de ellos advirtió la bola de fuego que se abrió paso entre las nubes. La masa de llamas anaranjadas descendía a una velocidad imposible, dejando una fina estela de humo negro que se extendía hasta el cielo.
Los cánticos del bosque se interrumpieron tras el impacto. La piedra y la tierra explotaron formando un cráter mientras los troncos se astillaban y quedaban envueltos en llamas. Pero el núcleo de la bola de fuego no se detuvo. Cuando se extinguieron las llamas, la masa resultó ser un hombre. O, mejor dicho, un mono. Y no hacía más que golpear el suelo una y otra vez, como una piedra que rebota sobre el agua. Y con cada golpe dejaba escapar un aullido de dolor agudo que a la vez resultaba cómico. Finalmente, su cuerpo se detuvo.
Tras un momento de silencio absoluto, el mono exclamó con fuerza: "¡Ay!". Se frotó el cuello y se lo crujió, hizo una mueca de dolor, se contó los dedos y comprobó que sus afilados dientes seguían en su sitio.
"¡Mi rey!", escuchó gritar a una voz sin aliento. Más voces se unieron.
"¿Estás herido?".
"¿Estás bien?".
"¿Está vivo?".
"¡Eso ha tenido que doler!".
"Tengo hambre".
El mono, que seguía tumbado en el suelo, miró hacia el cielo. Y al instante aparecieron doce rostros en su campo visual, un círculo perfecto de monos. Todos parecían muy preocupados por su líder. Su rey. Sun Wukong.
Abrió los ojos de par en par. "¡Los melocotones!".
Wukong se incorporó de un salto, ayudándose con el bastón. Moviéndose como si lo transportara el viento, el Rey Mono fue comprobando todos los puntos de impacto de su aterrizaje forzoso mientras gritaba "¡Los melocotones!" y "¡No!", y dejaba escapar gemidos de espanto. Aunque llevaba puesta una armadura pesada, no parecía frenarle ni entorpecerlo en modo alguno. Los monos intentaron seguirle el ritmo, pero decidieron columpiarse por los árboles para seguir mejor al rey.
Wukong interrumpió su búsqueda en el cráter más grande. Se deslizó por el agujero y recogió un morral de gran tamaño que se había abierto durante la caída. Había varios melocotones en el suelo, aplastados o chamuscados. Wukong introdujo la mano en la bolsa y, con alivio, vio que todavía quedaba alguno intacto.
"Aquellos que consideran al Cielo su hogar no son dados a compartir", explicó a sus monos. "Los he traído para vosotros. ¡Os harán inmortales, como han hecho conmigo! Deprisa, comedlos antes de que...".
El Rey Mono fue interrumpido por una cacofonía de pisotones metálicos. Venían del Cielo, como él, pero estaban aterrizando con mucho más estilo. Eran muchísimos. Los guerreros Tiandi, Jiang Jun y Nuxia se movían al unísono. Con las armas desenvainadas, rodearon a Wukong.
Parte II.
"¡Entrega los melocotones!" gritaron, furiosos.
"Oh, me temo que no", replicó Wulong. "Yo soy su guardián, así que puedo decidir qué hacer con ellos". El Rey Mono plantó los pies con firmeza en el suelo. Con una sonrisa torcida, el ceño fruncido bajo la diadema y una expresión decidida, susurró: "Ahora".
Al escuchar su orden, el ejército de monos abandonó de un salto los árboles entre chillidos ensordecedores. Cayeron sobre sus oponentes y empezaron a golpearlos, morderlos y arañarlos.
Sun Wukong se unió a la refriega. Saltó por los aires y fue dando volteretas de un enemigo a otro mientras los golpeaba con el bastón. Se abalanzó contra el suelo, cogió impulso y siguió dando golpes y patadas con una precisión mortal. Eran los Guardianes del Cielo y no merecían piedad. Eran regordetes e injustos. Las herramientas de los dioses, los ejecutores de un sistema que solo se preocupaba por aquellos a quienes consideraba dignos. Los demás, como él mismo y sus monos, no valían nada. No eran más que el polvo que ensuciaba el suelo.
Los soldados de Wukong luchaban con palos gruesos y rocas pesadas, mientras él se movía a la velocidad del rayo para derribar a un Jiang Jun, detenerse sobre el casco de una Nuxia y enfrentarse a un Zhanhu. Pero por muchos que matara, seguían llegando más para ocupar su lugar. A pesar de su poder, Sun Wukong se dio cuenta de que no podía seguir luchando contra sus enemigos a la vez que protegía a sus monos. Le importaban demasiado como para sacrificar sus vidas. Así que les dio una orden que nunca habían escuchado.
"¡Marchaos", les dijo. "¡Escapad y escondeos!".
Los monos protestaron, pero su rey los ignoró.
"¡Marchaos!", repitió. "Yo me ocuparé de ellos. Regresaré con vosotros, ¡os lo prometo!".
Al caer la noche, la batalla se había trasladado a los límites del bosque, a los pies de una gigantesca montaña. Wukong se encontraba ahora solo frente a una horda de ejércitos celestiales. El bosque estaba oscuro, iluminado tan solo por una delgada esquirla de luna y los destellos púrpura de los ataques de los Zhanhu. Ahora que sus monos estaban lejos y a salvo, Wukong solo tenía que preocuparse de sí mismo. Entre combate y combate, encontraba tiempo para comer. La batalla era agotadora y necesitaba reponer energías. Por suerte, siempre llevaba algunas provisiones encima.
La lucha era un desafío, pero de los buenos. Puso en práctica todas y cada una de sus habilidades, decidido a derrotar al Cielo. Esperaba con impaciencia que la batalla llegara a su fin. Entonces podría regresar junto a sus monos con el morral de melocotones. Todos vivirían para siempre. Desafiarían al mismísimo Cielo.
En pleno combate, se le ocurrió pensar en lo furioso que estaría el Cielo por su triunfo antinatural y se echó a reír. Aquella carcajada resultó de lo más inquietante para muchos enemigos. Aquel tipo luchaba solo, parecía estar ganando y encima ¿se reía? Otro insulto para el poderoso Cielo.
Parte III.
Cuando el sol asomó con la promesa de un nuevo día, Wukong advirtió que no habían llegado más refuerzos celestiales. Solo había una Nuxia en pie, una sanadora a la que no le quedaban más aliados que curar.
"Nunca debiste coger los melocotones", le dijo al Rey Mono.
"Y vosotros nunca debisteis ocultárselos a la gente", respondió Sun Wukong. No hablaba con la Nuxia. Les hablaba a ellos. A los dioses.
Ambos guerreros lucharon con furia contra un fondo de árboles que ardían entre llamas púrpuras. Wukon saltó de pronto sobre la Nuxia y le golpeó la cabeza con fuerza. La sanadora cayó y no volvió a levantarse.
La lucha había terminado. Wukong apoyó sus cuatro extremidades en el suelo, agotado y sin aliento. Lo había conseguido. Había ganado. Había derrotado a los ejércitos celestiales. Ahora podía regresar junto a su pueblo y compartir la inmortalidad con ellos. Secándose el sudor de la frente, apoyó el bastón en el suelo y se incorporó.
No había ninguna nube en el cielo, pero un rayo esmeralda atravesó la noche con un gran estruendo. La bola de fuego verde golpeó la montaña con una fuerza estremecedora que rompió aquella piedra tan antigua como el tiempo.
A pesar de lo veloz que era, Sun Wukong no tuvo tiempo de escapar. Los colosales escombros de la montaña cayeron sobre él y la tierra cedió bajo sus pies. Enterrado y atrapado por unas fuerzas a las que no podía vencer, Wukong perdió el conocimiento. Creyó oír una voz distorsionada y aguda que se reía. De él.
"Pobrecito Wukong", decía la voz, burlona.
La voz pronto se desvaneció y solo quedaron el silencio y la oscuridad. Wukong pensó en los melocotones y en la catástrofe que habían provocado. Él solo había querido compartir aquel regalo con su pueblo. No volverían a verlo más. Ahora solo quedaba una promesa rota. Seguiría viviendo eternamente atrapado. Su fracaso sería eterno.
En realidad, los melocotones no eran un regalo. Era inmortal, sí, pero estaba atrapado. Estaba destinado a vivir eternamente prisionero. Una forma cruel de tortura.
Los melocotones solo habían traído dolor.
***
Ya habían trascurrido varios siglos cuando Wukong, todavía atrapado bajo los escombros, vio unos pies que se acercaban. Pertenecían a un monje anciano de semblante amigable y apacible. Le preguntó si necesitaba ayuda, pero el Rey Mono le dijo que no. Consideraba que su castigo era justo. Se lo merecía.
En respuesta, el monje permaneció sentado a su lado durante días. Hablaron sobre la vida, la humildad y las consecuencias de nuestros actos. Sobre los males que proliferaban en el mundo. Cuando los días se convirtieron en semanas, el monje empezó a confiar en Wukong y le habló de una misión.
El Rey Mono entendió lo importante que era y sabía que su nuevo amigo necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Finalmente, le pidió que lo liberara. No por su bien, sino para ayudarlo.
"¿Adónde vamos?", le preguntó, mientras se sacudía el polvo que lo cubría.
"A Occidente", respondió el monje. "A Heathmoor".
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