Diseño de héroe Orochi de maestro Katashi
Poco se sabe del Orochi llamado maestro Katashi. En el Myre, muchos lo consideran una simple leyenda del folclore. Pero los incrédulos acaban cruzándose con él por los caminos o cuando pasa por su aldea. Dicen que el maestro Katashi es un vagabundo sin hogar que se pasa las noches y los días tocando la flauta en el desierto. Los pocos que han oído su canción juran que tiene un contrapunto de tristeza, una profunda melancolía que alimenta el misterio que se oculta tras él.
Dondequiera que vaya el maestro Katashi encuentra personas que necesitan ayuda. Suelen ser aldeanos que están a merced de la brutalidad y la opresión. Es un estricto seguidor del Bushido y un maestro sin igual que solo utiliza la fuerza para luchar en nombre de los oprimidos. Pero cuando llega a sus manos la legendaria hoja Muramasa, el maestro Katashi decide que ha llegado la hora de asentarse. Para que el pueblo del Myre prospere, para que las tradiciones de los samuráis perduren, tiene que hacer algo más. Debe plantarse a la entrada del puente de Seion y detener a todo aquel que intente invadirlo, sea cual sea su facción.
El maestro
Parte I.
Debería haber sido un día memorable. Un momento de paz y celebración. Las pocas personas que habían convertido la aldea Kuri en su hogar se habían reunido al atardecer para recordar los viejos tiempos y dar las gracias por haber tenido la oportunidad de mantener vivo el legado de sus ancestros.
Pero no hubo música, ni silencio ni vítores, pues aquella fue la noche en la que el gran jefe Bunzo y sus secuaces llegaron para arrasar con todo. Les daba igual la tradición y la cultura. Solo les importaba el control. Los lugareños corrían de un lado a otro, intentando evitar la ira de sus atacantes. Armados con todo tipo de espadas y cuchillas, los secuaces mataban a diestro y siniestro. La calle principal estaba salpicada de cadáveres y las casitas de madera que la flanqueaban ardían en llamas. Los aldeanos capturados fueron trasladados a la plaza del pueblo, junto a la estatua de la antigua fundadora de la aldea, una mujer que, según se decía, había sido una de las primeras pobladoras del Myre.
La gente estaba arrodillada, llorando y temblando de miedo. Bajo el resplandor de las llamas, la enorme silueta del gran jefe Bunzo se alzaba amenazadora ante ellos. Reía enloquecido y agitaba su katana en el aire, preparándose para elegir a la siguiente víctima. Todos habían oído hablar de aquella espada, la legendaria hoja Muramasa. Decían que era la última de su clase, que concedía el poder de todo un ejército y que quien la blandía sentía una gran sed de sangre. Habían oído las historias. Y ahora sabían que eran ciertas.
Bunzo se detuvo delante de un anciano y le presionó suavemente la hoja contra el cuello. Una gota de sangre se abrió paso por la arrugada piel y la sonrisa de Bunzo se hizo aún más grande.
Gritando con una mezcla de desafío y terror, un adolescente delgado corrió a proteger al anciano.
"¡Deja en paz a mi padre", gritó con el rostro cubierto de suciedad y lágrimas.
Bunzo se rio aún más fuerte y sus hombres le imitaron. Apartó con brusquedad al muchacho, del mismo modo que un gigante se habría deshecho de una pluma. Luego levantó la espada, listo para saciar su sed de sangre.
Pero una melodía le interrumpió. Con la espada aún en alto, Bunzo dejó de reír y se giró. Al final de la calle, justo a las puertas de la aldea, se veía la oscura silueta de un hombre cubierto con una armadura que avanzaba hacia él y sus secuaces. Caminaba con calma, tocando con la flauta una melodía que desafiaba la locura reinante. La suave brisa estival le agitaba el cabello y el pañuelo a medida que avanzaba. Era un Orochi, y aunque Bunzo nunca lo sabría, se llamaba Katashi.
Parte II.
El Orochi se detuvo a unos diez metros de Bunzo y sus hombres. Permaneció ahí inmóvil, ofreciendo pura resistencia al caos. Una roca en medio de la tormenta.
"¿Te has perdido, rata?", espetó Bunzo. Algunos de sus hombres respondieron riéndose.
"En absoluto", contesto Katashi, calmado. Guardó la flauta y desenvainó la espada. El sonido del metal afilado cortó el aire como el zumbido de una luciérnaga. La nota final de la canción de Katashi. "Solo estoy de paso", añadió con la cabeza gacha. "Siempre estoy de paso", susurró, con una pizca de remordimiento. Siempre había sido un vagabundo, nunca se había asentado.
Por un momento, todo quedó en calma. El viento se detuvo. Las casas en llamas crepitaron casi con timidez. Los aldeanos contuvieron el aliento. Los hombres de Bunzo sujetaron las armas con firmeza y adoptaron posiciones de combate.
"¡A POR ÉL!", ordenó el jefe.
Sus secuaces echaron a correr y se abalanzaron sobre Katashi desde todos los flancos. El combate fue casi como un baile para el Orochi. Bloqueaba y desviaba, a izquierda y derecha, y asestaba cortes y puñaladas. Con cada combinación de movimientos caía un cuerpo al suelo. Las gargantas cortadas y las cabezas cercenadas se fueron acumulando hasta que Katashi se detuvo en seco, su hoja firme bajo el resplandor de las llamas. Todo había terminado en cuestión de segundos. Todos los hombres de Bunzo habían muerto y ya solo quedaba su jefe.
Bunzo observó la escena con incredulidad. Respiraba con fuerza; el abdomen se le inflaba y se desinflaba de rabia. ¡"Esta aldea es mía!", rugió, saltando a la batalla y dejando que la hoja le guiara. Katashi, imperturbable, esperó hasta el último momento para apartarse con un giro y dejó que pasara de largo. Al instante, saltó y giró en el aire dejando caer la espada sobre su enemigo. Bunzo recibió un golpe brutal que le hizo enfurecer aún más. Parecía que el dolor no iba a detenerlo. El jefe creía que la espada que sostenía en la mano era más poderosa que cualquier hombre y que saborearía la sangre de su enemigo. Osciló el arma con furia y asestó cortes salvajes, pero el Orochi esquivó y bloqueó todos sus ataques, hasta que Bunzo consiguió acercarse a él y logró derribarlo con su enorme barriga.
"¡Tengo el poder de un ejército!", exclamó Bunzo, soltando una carcajada.
El Orochi cayó al suelo, sorprendido por la tremenda fuerza del golpe. Entonces esbozó una extraña sonrisa. El gran jefe había tenido suerte. Tal vez sí se trataba de un desafío, después de todo. O quizá fuera la espada.
Katashi sacudió la cabeza para concentrarse y se puso a cuatro patas. Entonces vio que un joven ligero como una pluma había corrido en su ayuda.
"Déjale en paz", ordenó el adolescente, tal y como había hecho para proteger a su padre. Su voz ofrecía un desafío aún mayor. Un desafío alimentado por la esperanza.
Pero esta vez, Bunzo estaba molesto. No iba a apartar al muchacho. Dio un gran paso hacia delante con el arma en alto, dispuesto a aplastarlo como una mosca.
Parte III.
Katashi reaccionó al instante. Antes de que Bunzo pudiera moverse, el Orochi se levantó y dejo al joven fuera de su alcance. Con un rápido movimiento, bloqueó el ataque y hundió la espada en el hombro de Bunzo.
El jefe dejó caer la espada al suelo, pero permaneció en pie. La sangre le salía a trompicones de la herida cuando intentó golpear a su oponente. Katashi le asestó un puñetazo. Bunzo intentó darle una patada, pero el Orochi la detuvo con otra. Finalmente, el gran jefe cayó de rodillas y Katashi puso fin al duelo asestándole un último golpe.
Cuando Katashi se volvió, encontró al anciano abrazado a su hijo.
"Gracias por salvar a mi hijo", dijo el anciano. "Por salvarnos".
"Soy yo quien debería darle las gracias", dijo Katashi, dedicando una sonrisa al joven.
El Orochi envainó la espada y contempló la tristeza que le rodeaba. La aldea en llamas, los numerosos cadáveres. Los afligidos supervivientes. Alzó la mirada hacia la estatua de la fundadora de la aldea que Bunzo y sus hombres habían desfigurado. El único deseo de aquella mujer, cuyo rostro había sido grabado en el tiempo, fue ayudar a su pueblo. Protegerlo.
El anciano le había dado las gracias por salvar la aldea. Pero Katashi no estaba seguro de haber salvado nada. Consideraba que no era suficiente. Aquellas personas solo deseaban celebrar su cultura y se habían quedado sin nada.
"La reconstruiremos", dijo el anciano con solemnidad, como si le hubiera leído el pensamiento. "Seguiremos adelante. Es lo que siempre hacemos".
Katashi no pudo más que admirar su determinación. Aquello le había inspirado. Al fin y al cabo, eso era lo que hacían los samuráis. Resistir.
Transcurridos unos instantes, el Orochi se arrodilló delante del muchacho y le entregó la espada.
"Toma", le dijo. "Protegerás mejor a tu pueblo con esto".
Katashi recogió entonces la hoja Muramasa y empezó a caminar hacia la entrada de la aldea.
"¿Adónde irás?", preguntó el anciano.
Katashi no se giró. Sabía que podía hacer más. Era su responsabilidad.
"Allá donde me necesiten".
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