Gudmundr el Grande: diseño de héroe Huscarle

Un oscuro día, la Legión Piedranegra atacó Svengard, un almacén de alimentos crucial para los vikingos. Aunque no contaba con mucha protección, estaba a cargo de Gudmundr el Grande, uno de los mayores héroes que hayan surgido de Valkenheim. Gudmundr, también conocido como el jarl de los lobos, era una leyenda viva para su pueblo. Podía ordenar a los lobos que lucharan a su lado y había conducido a su pueblo a muchas victorias sangrientas. Cuando los Piedranegra atacaron Svengard, Gudmundr luchó con valentía, pero un Guardián solitario acabó con su vida.

Poco después de su caída, los vikingos se reunieron para despedir a Gudmundr el Grande. Cuando intentaron romper su espada y su escudo, siguiendo las costumbres funerarias vikingas, descubrieron que eran indestructibles. Nadie podía dañar las armas y, mucho menos, romperlas en pedazos. Tras este descubrimiento, el pueblo comprendió que Gudmundr no era un simple vikingo, sino todo un mito. Inspirados por este descubrimiento, empezaron a contar historias sobre Gudmundr, no solo de proezas imposibles y bestias fabulosas, sino también sobre el origen del escudo y la espada. Los vikingos comprendieron que Gudmundr simbolizaba la gloria de su facción. Y que su leyenda perduraría.

Parte I.

¡Escuchad, hermanos y hermanas! ¡Aquí, bajo el suave resplandor de la luna, os voy a contar otra historia sobre nuestro gran héroe Gudmundr! Todos conocéis las historias que hablan de hierro y astillas, lluvia y truenos, monstruos repugnantes y hombres aún más repugnantes. Os han contado cómo un simple hombre arrebató a los dioses la espada y el escudo de Asgard.

Pero yo os digo que esas historias son sombras de la verdad. Lo que os voy a contar esta noche es absolutamente cierto. Las armas de Gudmundr desafían a la razón porque no estaban destinadas a ser empuñadas por simples mortales. El metal y la madera con los que se forjaron no son de este reino. Pues esta es una historia que nos lleva más allá, a una tierra de muerte y oscuridad.

¡Sí, sé que estáis asustados, y con razón! Sentaos alrededor del fuego, lo más juntos que podáis. Porque aunque esta historia se desarrolla en un lugar de fuego y cenizas, os va a dejar helados. Dejad que el calor del fuego os reconforte, ya que no fue eso lo que hizo por nuestro valiente Gudmundr.

Hace muchísimos años, cuando Gudmundr no era más que un joven cachorro y aún no había recibido el título de Huscarle, fue enviado muy lejos por medios desconocidos. Mientras exploraba una montaña lejana, se cayó y siguió cayendo y cayendo sin parar. Finalmente se estrelló en un erial de rocas y arena negra. El cielo estaba cubierto por una neblina amarillenta. Los ríos de lava derretían todo lo que se interponía en su camino. Aunque el sol no brillaba en el cielo, el calor resultaba insoportable. Gudmundr no sabía dónde estaba, pero tenía claro que debía escapar si quería sobrevivir.

Un relámpago verde rasgó el cielo tres veces, ¡CRAC! ¡CRAC! ¡CRAC!, mientras Gudmundr se ponía en pie. No blandía ninguna arma ni le protegía ningún escudo. El miedo amenazaba con consumirlo. Estaba solo. Abandonado.

Contempló el horizonte, donde el cielo se separaba de la tierra, y advirtió una gran oscuridad. Se arremolinaba y espesaba a medida que avanzaba hacia él. De sus oscuras profundidades surgió una cacofonía de risas. Aquel sonido le heló la sangre. Dentro del humo había un mar de brasas que aumentaba de tamaño a cada segundo que pasaba. Y lo peor era el ruido de los pasos que le acompañaba. ¡Ahí dentro había algo que iba a por él!

Aunque estaba paralizado por el miedo, Gudmundr ordenó a sus pies que se movieran. La nube negra siguió sus pasos. Llegó a las ruinas de una aldea que parecía haber estado llena de vida poco tiempo atrás. Sin embargo, ahora solo había cenizas, huesos y madera quemada. Se refugió tras unas ruinas mohosas y astilladas lo bastante grandes como para ocultarlo. Empapado en sudor y embadurnado de hollín, Gudmundr se sentó sobre la tierra caliente y se abrazó las rodillas.

Le perseguía algo a lo que no podía enfrentarse un ser humano. Era el constructo de una pesadilla que debería reservarse a los apéndices de la leyenda. Él no era más que un hombre. ¿Qué esperanza tenía ante el terror más absoluto?

Parte II.

Entonces escuchó algo más. No eran las carcajadas amenazadoras de sus perseguidores diabólicos, sino unos lamentos asustados.

Gudmundr vio a sus pies tres cachorros de lobo, apenas más grandes que sus brazos.

Vio el miedo en sus grandes ojos redondos. Los cachorros se acurrucaron junto a él, indefensos, y se apretaron todo lo que pudieron contra sus piernas. Temblaban y gemían, sintiendo la amenaza que se aproximaba. Gudmundr no necesitaba hablar la lengua de los lobos para saber que aquella misma amenaza los había dejado sin madre.

Los lobeznos eran débiles y frágiles, pero muy capaces. Eran la personificación del potencial. Solo necesitaban una oportunidad. Una oportunidad para sobrevivir. Para hacerse fuertes. ¡Para alzarse y reclamar lo que les pertenecía por derecho! Sí, Gudmundr estaba asustado. Pero era lo único que tenían los cachorros. Necesitaban un guardián. Y Gudmundr iría al infierno antes de permitir que les hicieran daño.

El joven Gudmundr encontró el valor entre las llamas, las ruinas y la muerte, donde todo lo bueno se marchitaba.

Permaneció en pie, con los puños cerrados, desafiando a todo lo que le rodeaba. Y entonces avanzó hacia la nube de oscuridad que se acercaba. Los lobeznos le siguieron, tropezando unos con otros mientras corrían a su alrededor. Pero uno se quedó atrás. Gimió suavemente, lo más fuerte que le permitía su hocico apenas desarrollado, llamando a Gudmundr.

El lobezno guio al vikingo hacia el corazón de las ruinas. Allí, en el centro, encontró una pila de armas. Vestigios de un pueblo que había sido aniquilado hacía largo tiempo. Dentro de la pila de hierro había un resplandor ardiente. Constante. Eterno.

Gudmundr acercó la mano y se hizo con el premio. Una espada que brillaba como el fuego y un escudo que llevaba la imagen de Odín. Fuego y Azufre se reflejaron en los ojos del vikingo. Debería haberse quemado las manos al tocarlos, pero ni siquiera humeaban. Era como si aquellas armas hubieran estado esperando todo aquel tiempo a que Gudmundr el Grande las encontrara.

El lobezno se sentó a su lado y ladeó la cabeza con curiosidad.

"Muchas gracias, pequeño", le dijo Gudmundr, dándole unas palmaditas en la cabeza.

Gudmundr sabía por qué luchaba y ahora disponía de los medios necesarios. Se levantó, sosteniendo ambas armas a los costados. La tormenta había llegado.

"¡Adelante!", gritó a lo que fuera que acechara en su interior.

Sintió una ráfaga de aire caliente y la tormenta se desvaneció. Dejando a su paso un ejército de cadáveres vikingos, muertos pero animados, que permanecían inmóviles, expectantes. Tenían el rostro descompuesto y sus ojos ardían en llamas. Gudmundr comprendió rápidamente a qué se enfrentaba: eran no muertos. Personas que habían fallecido en aquel mismo lugar en el que se encontraba. Y más. Muchas más.

El ejército profirió al unísono un chillido que le heló la sangre. El grito de guerra de los muertos.
Cargaron al instante contra Gudmundr.

Parte III.

Lo que sucedió a continuación fue una batalla que inspiraría mil canciones. Gudmundr gritó y cargó contra aquel ejército, blandiendo Fuego y Azufre. Con la espada cortó brazos y cabezas. Con el escudo, embistió a tres invasores no muertos a la vez, ¡BAM!, antes de dar media vuelta y hacer pedazos a un Bersérker, ¡ZAS! Siguió avanzando, asestando tajos y seccionando miembros. Los lobeznos permanecían tras él, gruñendo desafiantes a sus atacantes.

Los cachorros ya no tenían miedo porque Gudmundr les había demostrado que podían encontrar la fuerza incluso en los momentos más sombríos y desesperados. Saltaron sobre el enemigo para defender a Gudmundr, hundieron los colmillos en los no muertos y les desgarraron las pútridas y humeantes entrañas. Gudmundr silbaba y ellos respondían. Señalaba y ellos atacaban.

Lucharon sin parar como pilares del desafío.

Gudmundr bloqueaba los ataques con Azufre para mantenerse firme y abrirse paso. Con Fuego, hacía pedazos a sus enemigos, ¡ZAS! y derramaba sin cesar la sangre oscura de los no muertos. Cuando solo quedaba un enemigo (una Valquiria deformada a la que le faltaba un brazo), Gudmundr la atravesó con la espada y volteó el cuerpo por encima del hombro antes de asestarle la puñalada final.

Entonces cayó de rodillas, sin aliento y con los músculos doloridos. Los cachorros corrieron hacia él. A uno de ellos le costaba moverse por las heridas de la batalla. Pero se recuperaría. Los lobeznos le acariciaron con el hocico y le lamieron la cara. El vikingo rio suavemente.

Los abrazó con fuerza y les dijo: "Volvamos a casa".

Afortunadamente, los dioses le mostraron el camino hasta nuestro hogar.

En Valkenheim, los lobos se hicieron fuertes y permanecieron siempre junto a Gudmundr. Respondieron durante toda su vida a su llamada e inspiraron a otros a hacer lo mismo. Juntos formaron la fuerza del Clan del Lobo.

Y eso es lo que debemos hacer, mis queridos hermanos y hermanas. Ya seamos aliados o enemigos, todos nosotros somos vikingos. La esencia de la fuerza fluye por nuestras venas. No podemos permitir que los forasteros nos hagan olvidarlo. Estamos en guerra, sí. Han puesto a prueba nuestros vínculos, puede que hasta más allá de sus límites. Sé que no todos me escucharéis, pues no me corresponde a mí deciros qué hacer, cómo luchar o por quién hacerlo. Sin embargo, me gustaría inculcaros la lección del triunfo de Gudmundr. Nosotros también tenemos potencial, como los lobeznos que encontró, los cachorros que protegió. ¡El potencial de permanecer juntos! ¡El potencial de ganar! No podemos permitir que Apollyon o sus seguidores dicten lo que es mejor para nosotros. ¡Nosotros decidimos! ¡Nosotros elegimos!

La hora de los vikingos llegará si somos capaces de aprovecharla. Con la espada y el escudo. ¡Con Fuego y Azufre!

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